R. Señor, danos sacerdotes santos.
V. Para que nos acompañen a la hora de nuestra muerte, y ofrezcan la Santa Misa por nosotros



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domingo, 7 de mayo de 2017

Los Puentes de Bergoglio están llenos de sangre cristiana.

 
Si la violencia que está  sucediendo en Venezuela fuera contra los invasores musulmanes o contra los marxistas,  Bergoglio inmediatamente hubiera levantado la voz, pero como las víctimas  asesinadas por el régimen comunista son católicas, Bergoglio guarda un silencio cómplice y se limita a enviar una carta a los obispos donde los anima a dialogar y construir puentes con la dictadura  marxistas y someterse al régimen  totalitario  comunista "cumplir con los acuerdos que alcanzados".
 
 
Venezuela es la prueba de que el marxismo es un fracaso. El socialismo ha sido descrito como el  “tren que lleva al Infierno”, y el ateísmo marxista como el “Dragón Rojo” del Apocalipsis.
 
Durante el rezo del Regina cæli un grupo de católicos venezolanos protestaron en   la plaza de San Pedro llevando cruces negras con los nombres de las víctimas  del régimen marxista dictatorial y violento de Nicolás  Maduro.
 
 
Bergoglio sigue apoyando al marxismo por eso le ha dado su apoyo a  Maduro.
En la Argentina, Bergoglio para ayudar a los marxistas se hizo cómplice de ellos, quedando excomulgado Ipso Facto. 

En el 2010 el  Dr Antonio Caponnetto desenmascaró a Bergoglio:

Por eso el empeño de Bergoglio en narrar con detalles cómo “en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en San Miguel, escondí a unos cuantos” (pág. 146), resultando ser hasta “los largos ejercicios espirituales” en el instituto “una pantalla para esconder gente” (pág. 147). Cómo “luego de la muerte de Angelelli” (a cuyo homenaje cuenta haber asistido) “cobijé en el Colegio Máximo a tres seminaristas de su diócesis” (pág. 146). Cómo sacó del país “por Foz de Iguazú, a un joven que era bastante parecido a mí, con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el clergyman y, de esa forma, pudo salvar su vida” (pág. 147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a “dos delegados obreros de militancia comunista”, por cuya vida le había pedido que mediara Esther Balestrino de Careaga (pág. 148).

Entusiasmado por dar noticias de sus proezas a favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni siquiera repara en que está confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que llega al punto central de su riña con el incalificable Verbitsky, y entonces jura y rejura, en largas parrafadas, (págs. 148-151) que estuvo siempre del lado de Yorio y Jalics, dos de los tantos jesuitas que fungieron de apoyo —intelectual y físico— a los planes de la Guerra Revolucionaria...

 

Y Oliveira habla. Declara su “larga amistad” con el Cardenal “que la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar” (pág. 152).
Cuenta que, dada su ostensible inserción en los planes de la guerra revolucionaria —que ella llama eufemísticamente “compromiso con los derechos humanos” (pág. 153)— el Cardenal “temía por mi vida” y le ofreció el Colegio Máximo como aguantadero. Cuenta cómo confió sus cuitas a Carmen Argibay —entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira— y cómo “tras la caída del gobierno de Isabel Perón” sus “reuniones con Bergoglio se hicieron más frecuentes” (pág. 153). También sus coincidencias ideológicas sobre “los militares de aquella época” (pág. 154), y la necesidad de salvarles la vida a quienes ellos perseguían (ídem).

“Yo iba con frecuencia, los domingos, a la Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que muchas de las comidas que se servían allí, eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del país […] Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores marxistas” (pág. 154).
Emocionada con los altos y muchos servicios que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa, Oliveira recuerda que no sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento de los zurdos, sino la misma Universidad del Salvador, pues “muchos nos fuimos a resguardar allí” (pág. 155).

Ella, en efecto, dictaba Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni, y “en sus clases hablaba con libertad”, analogando la “ley de ordalía” —que “los alumnos me decían que eso era horroroso”— “con lo que estaba pasando en el país” (pág. 155).
Una anécdota más le sirve a Oliveira para su apología de Bergoglio.

Como el sodomita Zaffaroni estaba empeñado en traer al país a Charles Moyer, ex Secretario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al solo objeto de que fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas Armadas argentinas, y encontraba obstáculos para lograrlo, “le preguntó a ella qué podían hacer para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira recuerda: «¿Qué hice? Recurrí, claro, a Don Jorge, que me dijo que no me preocupara. Al poco tiempo cayó con una carta en la que la Universidad invitaba a Moyer a dar una charla sobre el procedimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos […] A su regreso, Moyer le envió a Bergoglio una carta de agradecimiento»” (pág. 156).


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