SAN JUAN DE CAPISTRANO,
CONFESOR
EL AÑO LITÚRGICO – Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes 📅
EL HONOR DEBIDO A LOS SANTOS
Cuanto más la Iglesia parece acercarse a su término tanto más desea enriquecerse con nuevas fiestas que la traigan a la memoria su glorioso pasado. Tened en la mente los días antiguos, recordad la historia de las generaciones pretéritas, decía ya Dios en la alianza del Sinaí, y en Israel los padres consideraban como una ley el dar a conocer a sus descendientes los relatos del pasado. También la Iglesia tiene sus anales llenos de recuerdos de las manifestaciones obradas por el poder del Esposo; mejor que los descendientes de Judá los hijos de la nueva Sión pueden exclamar mientras contemplan la serie de los siglos pasados: Tú eres mi Rey, Tú eres mi Dios. Tú que siempre has salvado a Jacob
EL PELIGRO MUSULMÁN
Mientras que en Oriente tenía lugar la caída definitiva de los iconoclastas, en Occidente comenzaba una guerra más terrible en la que éste debía luchar por la misma civilización cristiana. Como un torrente, el Islán había arrojado desde Asia hasta el centro de las Galias sus huestes feroces; durante más de mil años iba a disputar palmo a palmo el suelo ocupado por las razas latinas a Cristo y su Iglesia. Las expediciones enviadas en los siglos XII y XIII para atacarla en el centro mismo de su poder sólo consiguieron inmovilizarle por algún tiempo. Con excepción de España donde el combate debía acabar con el triunfo absoluto de la Cruz, viose a los príncipes, olvidados de las tradiciones de Carlomagno y de San Luis, abandonar, en provecho de sus ambiciones privadas, la guerra santa hasta que la media luna, desafiando de nuevo a la cristiandad, concibió una vez más el proyecto de conquista universal.
En 1453, Bizancio, la capital del imperio de Oriente, caía en un asalto de los jenízaros turcos; tres años más tarde Mahomet II, su vencedor, ponía sitio a Belgrado, baluarte del imperio de Occidente. Parecía que Europa entera no dejaría de acudir en socorro de la plaza sitiada ya que la destrucción de este último dique significaría la devastación inmediata de Hungría, Austria e Italia; para todos los países del Oeste sobrevendría en breve una servidumbre mortal y una irremediable esterilidad del suelo y de las inteligencias.
LLAMAMIENTO DEL PAPADO
La inminencia del peligro no había tenido otro resultado que acentuar la lamentable división que hacía del mundo cristiano juguete de algunos millares de infieles. Se diría que la derrota de uno hubiera sido para muchos la compensasión de la suya propia, tanto más cuanto que de esta derrota más de uno esperaría obtener alguna indemnización como precio de la deserción de su puesto en el combate. Sólo contra todos estos egoísmos, en medio de las perfidias que se tramaban a la sombra o que se hacían públicas, el papado se mantuvo firme. Verdaderamente católico en su pensamiento y en su acción, en sus horas tristes o en sus momentos de alegría y de triunfo, tomó bajo su protección la causa común traicionada por los reyes. Desoído su llamamiento a los poderosos, se volvió a los humildes y más confiada en sus plegarias al Dios de los ejércitos que en la destreza bélica, reclutó entre ellos los soldados que hablan de llevar a cabo la liberación.
UN CRUZADO
Entonces el héroe de este día, S. Juan Capistrano, temible ya desde hacía tiempo para el infierno, consumó a la vez su gloria y su santidad. A la cabeza de otros pobres y desvalidos como él, pero de buena voluntad, paisanos y gente humilde reunida por él y sus hermanos de la Observancia, el pobre de Cristo no desesperó de triunfar del ejército más fuerte y mejor dirigido, que se había visto en la tierra desde hacía mucho tiempo. En una primera tentativa, el 14 de julio de 1456, rompiendo las líneas otomanas en compañía de Juan Hunyade, el único noble húngaro que quiso compartir su suerte, se lanzó a Belgrado con el fin de poder avituallarla. Ocho días más tarde, el 22 de julio, no satisfecho con mantenerse en actitud defensiva, ante los ojos Hunyade estupefacto de esta nueva estrategia, arrojaba entre las trincheras enemigas su tropa armada de palos y horcas con la consigna de gritar el nombre de Jesús a los cuatro vientos. Era la palabra de victoria que Juan de Capistrano había heredado de su maestro Bernardino de Sena. "Que el adversario ponga la confianza en sus caballos y en sus carros de combate; por nuestra parte invocaremos el nombre del Señor'". Y en efecto, el nombre perennemente santo y terrible salvaba una vez más a su pueblo. En la tarde de esta memorable jornada veinticuatro mil turcos cubrían el suelo con sus cadáveres; trescientos cañones, todas las armas y riquezas de los infieles estaban en manos de los cristianos; Mahomet II herido huía precipitadamente tratando de ocultar su vergüenza y poner a salvo los restos de su ejército.
El 6 de agosto llegaba a Roma la noticia de una victoria que necesariamente traía a la memoria la de Gedeón sobre los madianitas. El Soberano Pontífice Calisto III ordenó entonces que todos los años la Iglesia festejaría la Transfiguración del Señor. "Porque no era ni su espada la que había libertado la tierra ni su brazo el que los había salvado sino tu diestra y poder de tu brazo, oh Dios, y el resplandor de tu rostro porque te complaciste en ellos como en el Tabor en vuestro muy amado.
Vida
Juan nació en Capistrano, en los Abruzos, en 1386. Después de haber gobernado muchas ciudades abrazó la Regla de San Francisco de Asís y se esforzó en continuar la obra de San Bernardino propagando el culto de los santos nombres de Jesús y de María. Inquisidor y después Nuncio en Alemania, convirtió a muchos sarracenos y herejes. Promotor de la cruzada, se le debe la victoria de Belgrado en 1456. Murió poco después en Illok y Alejandro VIII le colocó en el catálogo de los santos en 1620.
PLEGARIA
¡El Señor está contigo, oh el más fuerte de los hombres! Ve con esa tu fuerza, que es tu fuerza, y libra a Israel y triunfa de Madián; sabe que soy yo quien te ha enviado. Así saludaba el ángel del Señor a Gedeón a quien escogía entre los menores de su pueblo para altos destinos Así podemos saludarte también nosotros, hijo de Francisco de Asís, mientras te pedimos que continúes protegiéndonos siempre. El enemigo que venciste en los campos de batalla no es ya temible para nuestro Occidente; el peligro está más bien donde Moisés lo señalaba a su pueblo: Guardaos bien de olvidar al Señor vuestro Dios... no vaya a ser que después de haberos satisfecho, después de haber levantado hermosas casas, multiplicado vuestros rebaños, vuestro dinero y vuestro oro; después de haber gustado, la abundancia de todas las cosas, vuestro corazón no se eleve y no vuelva a acordarse de quien os ha libertado de la servidumbre. Si el turco hubiera triunfado en la lucha cuyo héroe fuiste, ¿dónde estaría esta civilización de la que estamos tan orgullosos? Después de ti, la Iglesia debió tomar sobre sí la obra de la defensa social que los jefes de las naciones no quisieron asumir. ¡Que el reconocimiento que le es debida preserve a los hijos de la Madre común de este mal del olvido que es el azote de la generación presente! Así mismo agradecemos al cielo el gran recuerdo que por ti hoy nos trae al calendario litúrgico, memorial de las bondades del Señor y de los hechos heroicos de los Santos. Haz que en la lucha, cuyo campo de batalla somos nosotros mismos, el nombre de Jesús ponga siempre en retirada al demonio, al mundo y a la carne; que su Cruz sea nuestro estandarte y que por ella y la muerte a nosotros mismos logremos llegar al triunfo de la resurrección.