[…] si los buenos y santos nunca promueven persecución, sino que la padecen, ¿de quién es la voz que nos dice en el salmo: «Perseguiré a mis enemigos y los capturaré, y no me volveré hasta que desmayen?» [Salmos 17:38]. Luego, si queremos decir o reconocer la verdad, hay una persecución injusta, y la promueven los impíos contra la Iglesia de Cristo; y hay una persecución justa, que promueve la Iglesia de Cristo contra los impíos […]. Ella persigue y captura a los enemigos hasta que desmayan en su vanidad.
San Agustín, señala al hereje cismático como enemigo público (hostis), por mucho que pretenda mantener la fe y los sacramentos:
San Agustín, Ep. 185, 50.
Fuera tienen el sacramento, pero no la realidad de ese sacramento, y por eso comen y beben su condenación
[…]. Sola la Iglesia católica es el Cuerpo de Cristo, y Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo […]. No será partícipe de la divina caridad quien es enemigo (hostis) de la unidad.
Ni los cismáticos ni los herejes deben ser tolerados, porque como ya hemos visto la desmembración del cuerpo de Cristo no es en ningún caso tolerable. De hecho, la herejía se escuda en la libertad del arbitrio para injuriar a Dios, un crimen no ciertamente menos grave que el homicidio o el adulterio. San Agustín, Contra Gaudentium, I, 19, 20.
Y recuerda al respecto el proverbio paternal: «Quien da paz a la vara aborrece a su hijo» (Prov 13, 24). Naturalmente, el hereje es castigado por su bien, como el padre castiga al hijo insubordinado, o el médico reduce al «loco furioso» San Agustín, Ep. 185, 21.
Por eso mismo, el castigo al hereje no es incompatible con el mandato de la caridad: se le persigue, de hecho, por caridad: «si los abandonaran y permitieran su perdición, esa falsa mansedumbre sería crueldad»San Agustín, Ep. 185
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