R. Señor, danos sacerdotes santos.
V. Para que nos acompañen a la hora de nuestra muerte, y ofrezcan la Santa Misa por nosotros



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miércoles, 7 de diciembre de 2022

San Ambrosio, Obispo y doctor de la Iglesia

 

Figura este santo Pontífice dignamente al lado del gran Obispo de Mira. Aquel confesó en Nicea, la divinidad del Redentor de los hombres; éste fué, en Milán, el blanco del furor de los Arríanos, y con su indomable valor venció a los enemigos de Cristo. El puede unir su voz de Doctor a la de San Pedro Crisólogo, y anunciarnos las grandezas y humillaciones del Mesías. Es tan grande la gloria de Ambrosio como Doctor, que, entre las cuatro brillantes lumbreras de la Iglesia latina que van como ilustres Doctores al frente del cortejo de los sagrados intérpretes de la Fe, figura este glorioso Obispo de Milán, completando con Gregorio, Agustín y Jerónimo ese místico número.

El honor de ocupar Ambrosio tan noble lugar en estos días, lo debe a la antigua costumbre de la Iglesia, que en los primeros siglos excluía de la Cuaresma las fiestas de los Santos. El día de su salida de este mundo y de su entrada en el cielo fué el 4 de abril; ahora bien, ese aniversario se halla casi siempre dentro de la santa Cuaresma: hubo, pues, que escoger otro día del año, y era el siete de diciembre el que por sí mismo se recomendaba para celebrar dicha fiesta, por ser el Aniversario de su Ordenación episcopal.

Por lo demás, el recuerdo de Ambrosio es uno de los más dulces aromas que embalsaman el camino que conduce a Belén. Porque ¿cuál más glorioso y encantador, que el de este santo y amable Obispo que supo unir la fuerza del león a la dulzura de la paloma? En vano pasaron los siglos sobre su memoria; sólo consiguieron hacerla más viva y añorada. ¿Cómo podríamos olvidar al joven gobernador de Liguria y Emilia, tan prudente, tan culto, que hace su entrada en Milán, todavía simple catécumeno, y de repente se ve elevado por aclamación del pueblo fiel, a la silla episcopal de aquella gran urbe? Y aquel bello presagio de su encantadora elocuencia, el enjambre de abejas que según la leyenda, le rodeó y penetró en su boca cuando todavía niño dormía un día sobre el césped del jardín paterno, como queriendo indicar la dulzura que había de tener su palabra; o aquella profética seriedad con la que el amable joven ofrecía a besar su mano a su madre y hermana, porque según él, aquella mano sería un día la de un Obispo.

Pero ¡cuántas luchas aguardaban al neófito de Milán, una vez regenerado en las aguas del bautismo y consagrado sacerdote y obispo! Debía dedicarse inmediatamente al estudio de la ciencia sagrada, para acudir en defensa de la Iglesia atacada en su dogma fundamental, por la falsa doctrina de los Arríanos; en poco tiempo fué tan grande la plenitud y seguridad de su saber, que no sólo se opuso como muro de bronce al avance de aquel error, sino que mereció que sus libros hayan sido considerados por la Iglesia como uno de los arsenales de la verdad, hasta el fin de los siglos.

Pero, no sólo en el terreno de la controversia debía pelear el nuevo doctor; los sectarios de la herejía que había combatido amenazaron más de una vez su propia vida. ¡Qué sublime espectáculo el de este Obispo, sitiado en su iglesia por las tropas de la emperatriz Justina, y custodiado en su interior día y noche por su pueblo! ¡Qué pastor, y qué redil! Una vida entera consagrada al bien de la ciudad y de la provincia le valieron a Ambrosio aquella fidelidad y aquella confianza por parte de su pueblo. Por su celo, abnegación y constante olvido de sí mismo era fiel retrato de Cristo a quien predicaba.

En medio de los peligros que le rodeaban, permanecía su noble alma tranquila e imperturbable. Incluso fué el momento que escogió para introducir en la Iglesia de Milán el canto alternado de los Salmos. Hasta entonces sólo se dejaba oír la voz del lector entonando desde lo alto del ambón los cánticos sagrados; bastó un momento para organizar en dos coros a la asamblea, encantada de poder en adelante tomar parte activa en los inspirados cantos del real Profeta. Nacida de esta suerte en medio de 18 tormenta y de un heroico asedio, la salmodia alternada fué ya una conquista para los pueblos fieles de Occidente. Roma adoptará aquella institución ambrosiana, y de esta manera seguirá en la Iglesia hasta el fin de los siglos. Durante aquellas horas de lucha, el santo Obispo hace todavía otro obsequio a aquellos fieles católicos que hicieron para él un muro con sus cuerpos. Es poeta, y más de una vez ha cantado en versos llenos de dulzura y majestad las grandezas de Dios de los cristianos y los misterios de la redención del hombre. Ahora, entrega a feu devoto pueblo aquellos himnos sagrados, que de suyo no estaban destinados a un uso público; pero en seguida resuena su melodía, en todas las basílicas de Milán. Más tarde se oirá en toda la Iglesia latina el canto de los Himnos durante mucho tiempo llamados Ambrosianos, en honor del santo Obispo que (inició así) una de las mas ricas fuentes de la sagrada Liturgia.

La Iglesia Romana aceptará en sus Oficios ese nuevo modo de cantar las divinas alabanzas, que proporciona a la Esposa de Cristo un medio más de expresar sus sentimientos.

Así pues, nuestro canto alterno de los Salmos y nuestros Himnos, son otros tantos trofeos de la victoria de Ambrosio. Sin duda fué suscitado por Dios no sólo para bien de su tiempo sino para el del futuro. Por eso el Espíritu Santo le infundió el sentido del derecfco cristiano, junto con la misión de defenderlo, en aquella época en que el paganismo, aunque debilitado respiraba todavía, y en que el cesarismo decadente conservaba aún muchos resabios del pasado. Ambrosio vigilaba apoyado en el Evangelio. No comprendía que la autoridad imperial pudiese entregar a capricho a los Arríanos por el bien de la paz, una basílica en la que se habían reunido los católicos. Estaba dispuesto a derramar su sangre en defensa de la herencia de la Iglesia. Cortesanos del emperador se atrevieron a acusarle de tiranía ante el príncipe. Su respuesta fué: “No; los obispos no son tiranos, pero con frecuencia son víctimas de ellos.” El eunuco Calígono, camarero de Valentiniano II, le dijo en cierta ocasión: “¿Cómo te atreves delante de mí a despreciar a Valentiniano? Te voy a cortar la cabeza.” — “Ojalá te lo permita Dios, respondió Ambrosio: de esa manera podré sufrir lo que sufren los obispos; y tú no habrás hecho más que lo que saben hacer los eunucos.”

Esta valentía en la defensa de los derechos de la Iglesia apareció todavía con mayor evidencia, cuando el Senado romano, o más bien la minoría del Senado, pagana aún, probó por instigación del Prefecto de Roma Símaco, conseguir el restablecimiento del altar de la Victoria en el Capitolio, con el vano pretexto de poner un remedio a los desastres del imperio. Ambrosio se opuso como un león a esta última pretensión del politeísmo, diciendo: “Detesto la religión de los Nerones.” Protestó, en elocuentes memorias dirigidas a Valentiniano, contra una tentativa que pretendía hacer reconocer a un príncipe cristiano los derechos del error, y frustrar las conquistas de Cristo, único señor de las naciones. Rindióse Valentiniano a las enérgicas advertencias del Obispo, el cual le había hecho saber “que un emperador cristiano no debe tener respeto más que por el altar de Cristo”; y así, este príncipe respondió a los senadores paganos que amaba a Roma como a madre, pero que debía obedecer a Dios como al autor de su salvación.

Es lícito creer que, si los decretos divinos no hubiesen ordenado irrevocablemente la ruina del imperio, influencias como las de Ambrosio, ejercidas sobre príncipes de recto corazón, hubieran podido evitar aquella ruina. Sus máximas eran enérgicas; pero sólo podían aplicarse a las nuevas sociedades que se establecerían después de la caída del imperio, y que el cristianismo modeló a su gusto. Decía él: “No hay para un Emperador título más honroso que el de Hijo de la Iglesia. El Emperador está dentro de la Iglesia, no por encima de ella.”

¿Hay algo más emocionante que la protección que con tanta solicitud ejerció Ambrosio sobre el joven Emperador Graciano, cuya muerte le hizo derramar copiosas lágrimas? Y Teodosio, ese sublime dechado del príncipe cristiano, Teodosio, en cuyo favor retrasó Dios la caída del imperio, dando siempre a sus armas la victoria, ¿con qué ternura no fué amado por el obispo de Milán?

Es verdad que un día quiso reaparecer en este hijo de la Iglesia el César pagano; pero Ambrosio, con una severidad tan inflexible como profundo había sido su cariño al culpable, hizo que Teodosio volviese en sí mismo y a Dios. “Cierto, dijo el santo Obispo en el elogio fúnebre de tan gran príncipe, he amado a este hombre que estimaba más a quien le reprendía que a sus aduladores. Supo arrojar por tierra todas las insignias de su dignidad imperial, lloró públicamente en la Iglesia el pecado al que se le había pérfidamente instigado, e imploró el perdón con lágrimas y gemidos. Simples particulares ceden ante la vergüenza, todo un Emperador no se sonrojó cumpliendo la penitencia pública; y en adelante no pasó un sólo día que no llorase su pecado.”

¡Cuán bellos aparecen este César y este Obispo, en su amor por la justicia! El César sostiene al imperio vacilante y el Obispo sostiene al César.

Pero no se crea que sólo se cuida Ambrosio de obras de categoría y resonancia. Sabe ser también pastor cuidadoso de las más pequeñas necesidades de sus ovejas. Poseemos su vida íntima escrita por su diácono Paulino. Nos declara este testigo que, cuando Ambrosio oía la confesión de los pecadores, derramaba tan copiosas lágrimas que hacía llorar también al que iba a descubrir sus faltas. “Parecía, dice el biógrafo, que había caído él también con el delincuente.” Es conocido el interés paternal con que acogió a San Agustín, cautivo aún en las cadenas del error y de las pasiones; quien quiera conocer a Ambrosio no tiene más que leer en las Confesiones del Obispo de Hipona, sus expansiones de gratitud y admiración. Anteriormente había recibido Ambrosio a Mónica, la afligida madre de Agustín; la había consolado y fortalecido con la esperanza de la vuelta de su hijo. Llegó el día tan ardientemente deseado; y fué la mano de Ambrosio la que le infundió las aguas puriflcadoras del Bautismo a aquel que debía de ser el príncipe de los Doctores.

Un corazón tan fiel en sus afectos, no podía dejar de derramarse sobre sus propios familiares. Conocido es el cariño que le unió a su hermano Sátiro; él mismo publicó sus virtudes en el doble elogio fúnebre que le dedicó con acentos de conmovedora ternura. No fué para él menos querida su hermana Marcelina. La noble patricia había despreciado el mundo y sus placeres desde la más tierna edad. Vivía en Roma en el seno de su familia, bajo el velo de las vírgenes, que había recibido de manos del papa Liberio. Pero el cariño de Ambrosio no conocía distancias; sus cartas iban a buscar a la sierva de Dios en su misterioso retiro. No ignoraba él su celo por la Iglesia, y el ardor con que se asociaba a todas las obras de su hermano; conservamos todavía muchas de las cartas que le dirigía. Es ya emocionante el sólo encabezamiento de ellas: “El hermano a la hermana”, o también: “A mi hermana Marcelina, para mí más querida que mis ojos y mi vida.”

Viene luego el texto de la carta, rápido, animado, como las luchas que describe. Una de ellas la escribió en los momentos en que bramaba la tempestad, cuando el valeroso obispo se hallaba sitiado en la basílica por las tropas de la emperatriz Justina. Sus discursos al pueblo milanés, sus éxitos como sus desgracias, los sentimientos heroicos de su temple de obispo, todo se halla retratado en estas fraternales comunicaciones, todo revela en ellas la fuerza y la santidad del lazo que une a Ambrosio y Marcelina. La basílica Ambrosiana conserva todavía el sepulcro de ambos hermanos; sobre uno y otro se ofrece diariamente el santo Sacrificio de la Misa.

Así fué Ambrosio; de él dijo Teodosio un día: “No hay más que un obispo en el mundo.” Alabemos al Espíritu Santo que quiso ofrecernos tan sublime modelo, y pidamos al santo Pontífice se digne hacernos partícipes de aquella fe viva y ferviente amor hacia el misterio de la Encarnación divina, que se manifiesta en sus dulces y elocuentes escritos. Ambrosio debe ser uno de nuestros más poderosos abogados en los días de preparación a la venida del Verbo.

Su devoción a María, nos enseña también cuál debe ser nuestro amor y admiración para con la Virgen bendita. El Obispo de Milán es, con San Efrén, uno de los Padres del siglo iv que más fervientemente han expresado las grandezas del ministerio y de la persona de María. Todo lo conoció, lo sintió y lo declaró. La exención de María de toda mancha de pecado, la unión con su Hijo al pie de la Cruz, para la salvación del género humano, la primera aparición de Jesús resucitado a su Madre, y otros muchos puntos en los que Ambrosio se hace eco de una creencia anterior, y que le colocan en primera fila entre los testigos de la tradición sobre los Misterios de la Madre de Dios.

Esta tierna predilección por María explica su entusiasmo por la virginidad cristiana, de la que es especial Doctor. Ninguno, entre los Padres, le igualó en la gracia y elocuencia con que supo ensalzar la dignidad y dicha de las Vírgenes. Dedicó cuatro de sus obras a glorificar este sublime estado cuya imitación trataba de ensayar nuevamente el paganismo en su ocaso, con la institución de las vestales, que en número de siete y colmadas de honores y riquezas, eran declaradas libres después de cierto tiempo. Opóneles Ambrosio el innumerable enjambre de vírgenes cristianas, que embalsaman el mundo entero con el perfume de su humildad, constancia y abnegación. Pero, sobre este tema, su palabra era aún más sugestiva que sus escritos, pues sábese, por relatos contemporáneos, que en las ciudades que visitaba o donde dejaba oír su voz, las madres retenían a sus hijas en su casa, por miédo a que la palabra de tan santo e Irresistible seductor las convenciera a no aspirar más que a las bodas eternas.

Vida. — Nació Ambrosio en la primera mitad del siglo rv. Su padre era prefecto de la Galla Cisalpina, Educóse en Roma en las artes liberales, y se le encomendó el gobierno de las provincias de Liguria y Emilia. Hallándose en la basílica de Milán, con el objeto de salvaguardar el orden en la elección del obispo, un niño gritó: ¡”Ambrosio Obispo”! El grito fué repetido por toda la muchedumbre, y el emperador, halagado al ver elegido para obispo a uno de sus prefectos, le animó a aceptar. Obispo ya, fué campeón intrépido de la fe y de la disciplina eclesiástica; convirtió a muchos arríanos a la verdad y bautizó a San Agustín. Consejero y amigo del emperador Teodosio, no dudó en imponerle una pública penitencia con motivo de la matanza de Tesalónica. Murió en Milán el 4 de abril del 397. San Ambrosio es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina.

Aunque indignos, te alabamos ¡oh inmortal Ambrosio! Proclamamos los dones maravillosos con que te dotó el Señor. Por tu celestial doctrina eres Luz de la Iglesia y Sal de la tierra; eres Pastor vigilante, Padre afectuoso, invicto Pontífice: ¡cómo supo amar tu corazón a Jesús a quien esperamos! ¡Con qué indomable valor y exposición de tu vida te opusiste a los blasfemos del Verbo divino! Con razón mereciste que la Iglesia te escojiera para iniciar todos los años al pueblo cristiano en el conocimiento del que es su Salvador y Jefe. Haz, pues, que penetren en nuestros ojos los rayos de la verdad que aquí abajo esclareciste; haz que guste nuestro paladar el melifluo sabor de tu palabra; infunde en nuestros corazones el verdadero amor de Jesús que se aproxima por momentos. Haz que, como tú, sepamos defender su causa con energía, contra los enemigos de la fe, contra los espíritus de las tinieblas, contra nosotros mismos. Haz que ceda todo, que desaparezcan todos los obstáculos que toda rodilla se doble y todo corazón se declare vencido ante Jesucristo, Verbo eterno del Padre, Hijo de Dios e Hijo de María, nuestro Redentor, nuestro Juez, nuestro soberano bien.

¡Oh glorioso Ambrosio! humíllanos como humillaste a Teodosio; levántanos contritos y arrepentidos, como a él le levantaste con tu pastoral caridad.

Ruega por el Sacerdocio católico, del que eres gloria eterna. Pide a Dios para los Sacerdotes y Obispos de la Iglesia, esa humilde e inflexible fortaleza con la que deben resistir a los poderes seculares, cuando abusan de la autoridad que Dios ha puesto en sus manos. Haz que sea su frente, como dice el Señor, dura como el diamante; que sepan oponerse como un muro para la casa de Israel; que consideren como el mayor honor y su mejor suerte, el poder exponer sus bienes, su tranquilidad y su vida, en favor de la libertad de la Esposa de Cristo.


¡Campeón esforzado de la verdad! ármate de ese látigo vengador que te ha dado la Iglesia como atributo, y arroja fuera del redil de Jesucristo a esos restos inmundos del arrianismo que aparecen aún en nuestros días con diversos nombres. Haz que no sean más atormentados nuestros oídos por las blasfemias de esos hombres soberbios que se atreven a medir por su talla, a juzgar, absolver y condenar como a un semejante suyo al Dios temible que les creó y que sólo por amor a su criatura se dignó descender y acercarse al hombre, aun a trueque de ser por él despreciado.

Aleja de nuestras almas, oh Ambrosio, esas cobardes e imprudentes teorías que hacen olvidar a muchos cristianos que Jesús es Rey de este mundo, induciéndolos a creer que una ley humana que reconociese iguales derechos al error y a la verdad podría ser lo más perfecto para las sociedades. Haz que comprendan como tú, que si los derechos del Hijo de Dios y de su Iglesia pueden ser a veces atropellados, no por eso dejan de existir; que la convivencia de todas las religiones con unos mismos derechos, es el insulto más cruel para Aquel “a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”; que las sucesivas catástrofes de la sociedad son la respuesta que Dios da desde lo alto del cielo, a los que desprecian el Derecho cristiano, ese Derecho que El conquistó muriendo en la Cruz por los hombres; finalmente, que, si no depende de nosotros el restaurar ese sagrado Derecho en las naciones que han tenido la desgracia de rechazarlo, tenemos con todo eso la obligación de confesarlo con valentía, so pena de ser cómplices de los que no quisieron que Jesús reinara sobre ellos.

Consuela también oh Ambrosio en medio de las tinieblas que invaden el mundo, consuela a la Santa Iglesia que aparece como extraña y peregrina en medio de esas naciones de que fué madre y que han renegado de ella; haz que, en su camino, recoja aún entre los fieles las flores de la virginidad; que sea como el imán de las almas puras que saben apreciar la dignidad de las Esposas de Cristo. Así fué en los días gloriosos de las persecuciones, que señalaron el comienzo de su ministerio; séale dado también ahora consagrar a su Esposo una numerosa selección de corazones puros y generosos, para que su fecundidad sea vista por todos los que la abandonaron como a madre estéril, y que algún día sentirán cruelmente su ausencia.

* * *

Consideremos el último preparativo para la venida del Mesías al mundo: la paz universal. El silencio ha sucedido de repente al estruendo de las armas, y el mundo se reconcentra en sí mismo, esperando. “Ahora bien, nos dice San Buenaventura en uno de sus Sermones de Adviento, debemos señalar tres silencios: el primero, en tiempo de Noé cuando perecieron todos los pecadores en el diluvio; el segundo, en tiempo de César Augusto, cuando quedaron sometidas todas las naciones; finalmente el tercero que se hará a la muerte del Anticristo, cuando se conviertan todos los Judíos.” ¡Oh Jesús, Rey pacífico, es tu deseo que, al bajar a la tierra, esté en paz todo el mundo! Lo anunciaste ya por el Salmista, tu abuelo según la carne, cuando, hablando de ti dijo: “Hará cesar la guerra en todo el mundo; quebrará el arco, destruirá las armas, y arrojará al fuego los escudos.” (Salmo XLV, 10.) ¿Qué quiere decir todo esto, oh Jesús, sino que al hacer tu visita te gusta hallar corazones atentos y silenciosos? Antes de acercarte a un alma, tienes por costumbre conmoverla misericordiosamente, como hiciste con el mundo antes de aquella paz universal; luego le concedes la paz y por fin tomas posesión de ella. Ven, pues, a someter cuanto antes a nuestras rebeldes potencias, a humillar el orgullo de nuestra alma, a crucificar nuestra carne, y animar la flojera de nuestra voluntad, para que tu entrada en nosotros sea solemne, como la de un conquistador en una plaza fuerte rendida tras largo asedio. ¡Oh Jesús!, Príncipe de la Paz, concédenos esa Paz; establece tu morada en nuestros corazones de una manera fija, como la estableciste en la creación, para reinar en ella eternamente.

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