Santoral del 13 de septiembre: Nuestra Señora de los Dolores
«Una espada atravesará tu alma…»
La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores fue instituida por un sínodo provincial de Colonia en 1413 como respuesta a los herejes protestantes husitas.
La devoción a Nuestra señora de los dolores viene desde muy antiguo. Ya en el siglo VIII los escritores eclesiásticos hablaban de la “Compasión de la Virgen” en referencia a la participación de la Madre de Dios en los dolores del Crucificado.
Otro Testimonio de la antigüedad de esta devoción es el Stabat Mater, atribuido al Beato Jacopone da Todi (1230-1306).
Pronto empezaron a surgir las devociones a los 7 dolores de María y se compusieron himnos con los que los fieles manifestaban su solidaridad con la Virgen dolorosa.
La fiesta empezó a celebrarse en occidente durante la Edad Media y por ese entonces se hablaba de la “Transfixión de María”, de la “Recomendación de María en el Calvario”, y se conmemoraba en el tiempo de Pascua.
En el siglo XII los religiosos servitas celebraban la memoria de María bajo la Cruz con oficio y Misa especial. Más adelante, por el siglo XVII se celebraba el domingo tercero de septiembre.
El viernes anterior al Domingo de Ramos también se hacía una conmemoración a la Virgen Dolorosa, festividad conocida popularmente como “Viernes de los Dolores”.
Benedicto XIII extendió universalmente la celebración del “Viernes de Dolores” en 1472 y en 1814 el Papa Pío VII fijó la Fiesta de Nuestra Señora de los Dolores para el 15 de septiembre, un día después a la Exaltación de la Santa cruz.
La Iglesia siempre ha enseñado que la Virgen es Corredentora.
Extracto del Año Litúrgico:
DOS FIESTAS DE NUESTRA SEÑORA: LA NATIVIDAD Y LOS SIETE DOLORES. — Después de dedicar, el último recuerdo a la infancia de María y cerrar esta alegre Octava de la Natividad, he aquí que la Iglesia, sin transición, nos propone meditar hoy sobre los dolores que marcarán su vida de Madre del Mesías y de Co-Reparadora del género humano. En los días de la Octava, no venía a la mente la idea del sufrimiento, ya que entonces considerábamos la gracia, la belleza de la niña que acababa de nacer; pero, si nos hicimos la pregunta: “¿Qué será esta niña?” al instante habremos comprendido que, antes de que todas las naciones la proclamasen un día bienaventurada, María tenía que padecer con su Hijo por la salvación del mundo.
EL SUFRIMIENTO DE MARÍA. — A través de la voz de la Liturgia, Ella misma nos invita a considerar su dolor: “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad, ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor… Dios me ha puesto y como fijado en la desolación”. El dolor de la Santísima Virgen es obra de Dios; al predestinarla para ser la Madre de su Hijo, Dios la unió indisolublemente a la persona, a la vida, a los misterios, al sufrimiento de Jesús, para ser en la obra de la redención su fiel cooperadora. Entre el Hijo y la Madre tenía que haber comunidad perfecta de sufrimiento. Cuando ve una madre padecer a su hijo, ella padece con él y siente de rechazo todo lo que él padece; lo que lo que Jesús padeció en su cuerpo, María lo padeció en su corazón, por los mismos fines y con la misma fe y el mismo amor. “El Padre y el Hijo en la eternidad participan de la misma gloria, decía Bossuet; la Madre y el Hijo, en el tiempo participan de los mismos dolores. El Padre y el Hijo gozan de una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo beben del mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo tienen un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz. Si a golpes se destroza el cuerpo de Jesús, María siente todas las heridas; si se le taladra la cabeza a Jesús con espinas, María queda desgarrada con todas sus puntas; si se le ofrece hiél y vinagre, María bebe toda su amargura; si se extiende su cuerpo sobre una cruz, María sufre toda la violencia”.
CONDOLENCIA. — A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se la da el nombre de Condolencia. Condolencia es el eco fiel y la repercusión de la Pasión. Condolerse con alguno, es padecer con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores. De ese modo la Condolencia fué para la Santísima Virgen la participación perfecta en los dolores y en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban.
POR QUÉ PADECE MARÍA. — Parecería que no debía haber padecido la Santísima Virgen, ya que fué concebida sin pecado y no conoció nunca el menor mal moral. El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se le entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darla a ella el dolor como el más rico presente. Además convenía que, por la unión que tenía con su Hijo, pasase Nuestra Señora, a semejanza de él, por la muerte y por el dolor. De alguna manera era eso necesario para que aprendiésemos nosotros, de uno y de otro, cómo debemos aceptar el dolor que Dios permite para nuestro mayor bien. María se ofreció libre y voluntariamente y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y a la obediencia de Jesús, para así llevar con él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía. Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores ¿e su Hijo; tomó parte realmente en la pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo y con tranquilidad sencilla; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne, y hasta hay teólogos que opinaron que Nuestra Señora sintió en su cuerpo los mismos dolores que su Hijo en el suyo; podemos creer, en efecto, que María tuvo ese privilegio con el que fueron distinguidos algunos Santos.
(...)
MARÍA CORREDENTORA. — ¡ Oh, qué grande es entre las criaturas nuestra Judit! “Dios, habla el P. Faber, se diría que escogió lo más incomunicable de sus indivisibles atributos para comunicárselos a María de modo tan misterioso. Ved cómo la dió parte en la ejecución de los eternos designios del universo, del que fué en cierto sentido como causa y dechado. La cooperación de la Santísima Virgen en la salvación del mundo, nos ofrece un nuevo aspecto de su grandeza. Y, a la verdad, ni la Inmaculada Concepción de María Santísima, ni su Asunción gloriosa, nos darán concepto más alto que este apelativo de corredentora. «Sus dolores no eran absolutamente necesarios a la redención, pero, conforme a los designios de Dios, eran indispensables, por cuanto pertenecen a la integridad del plan divino. ¿No son, por ventura, los misterios de Jesús, misterios de María y viceversa? Parece cierto que todos los misterios de Jesús y todos los de María, ante Dios, no eran más que un solo misterio. Jesús es el dolor de María siete veces repetido, siete veces aumentado. En las horas largas de la Pasión, la ofrenda de Jesús y la de María estaban como fundidas en una sola; aunque diferentes esas ofrendas, es claro, por su dignidad y su valor, se ofrecían con disposiciones semejantes y como en un solo haz, exhalando un mismo aroma y consumidas por un mismo fuego; oblación simultánea que dos corazones sin mancha hacían al Padre por los pecados de un mundo culpable cuyos deméritos libremente habían tomado sobre sí”.
Sepamos juntar nuestras lágrimas con los tormentos de la gran Víctima y con las lágrimas de María. Conforme lo hayamos hecho en la vida presente, así podremos gozarnos en el cielo con el Hijo y con la Madre; si nuestra Señora es hoy reina del cielo y soberana del mundo, como canta el Versículo, no hay ningún elegido cuyos recuerdos dolorosos se puedan comparar con los suyos. Sigue al Gradual el patético lamento del Stabat Mater, que se atribuye al beato Jacopone de Todi, franciscano; en esa pieza encontramos una bella fórmula de oración y de reverencia a la Madre de los Dolores.
La Virgen María se le presentó a Santa Brígida de Suecia (1303-1373) y le comunicó lo siguiente: “Miro a todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos…Por eso tú, hija mía, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios”.
La Madre de Dios prometió, a través de la Santa, que concedería siete gracias a aquellas almas que la honren y acompañen diariamente, rezando siete Ave Marías mientras meditan en sus lágrimas y dolores.
San Alfonso María Ligorio cuenta que Nuestro Señor reveló a Santa Isabel de Hungría que El concedería cuatro gracias especiales a los devotos de los dolores de Su Madre Santísima:
1. Aquellos que antes de su muerte invoquen a la Santísima Madre en nombre de sus dolores, obtendrán una contrición perfecta de todos sus pecados.
2. Jesús protegerá en sus tribulaciones a todos los que recuerden esta devoción y los protegerá muy especialmente a la hora de su muerte.
3. Imprimirá en sus mentes el recuerdo de Su Pasión y tendrán su recompensa en el cielo.
4. Encomendará a estas almas devotas en manos de María, a fin de que les obtenga todas las gracias que quiera derramar en ellas.
El Papa Benedicto XIII. El 26 de septiembre de 1724, concedió una indulgencia de doscientos días por cada Padre Nuestro y cada Avemaría a aquellos que, con sincera contrición y habiendo confesado o con la firme intención de confesar sus pecados, reciten la Corona o Rosario de los Siete Dolores de María en cualquier momento. Viernes, o en cualquier día de Cuaresma, en el Festival de los Siete Dolores, o dentro de la Octava; y cien días cualquier otro día del año.
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