San Nicolás gran obispo que luchó contra la herejía y el paganismo, defensor de la ortodoxia, protector de la castidad y defensor del matrimonio
Hoy, celebra la Iglesia con gozo la memoria del insigne taumaturgo San Nicolás, tan célebre en Oriente como lo es San Martin en Occidente, y venerado en la Iglesia latina desde hace más de mil años. Honremos el poder extraordinario que Dios le concedió sobre la naturaleza; pero, ante todo, felicitémosle por haber sido del número de los trescientos dieciocho obispos que, en Nicea, proclamaron al Verbo, consubstancial al Padre. No se escandalizó de las humillaciones del Hijo Dios, ni la bajeza de la carne que tomó en el seno de la Virgen, ni la pobreza del pesebre fueron obstáculo para que declarase al Hijo de María, Hijo de Dios e igual a El, de ahí su gloria y la misión que tiene de procurar anualmente al pueblo cristiano la gracia de salir al encuentro del Verbo divino con una fe sencilla y un amor ardiente.
VIDA.—La fama de San Nicolás, extendida ya entre los griegos en el siglo vi, fué luego en aumento por Oriente y Occidente. La “Vida” más antigua que de él conocemos, lleva el título de “Praxis de Stratelate”; pero no tenemos ninguna contemporánea, y las más recientes merecen poco crédito. Al contrario, se ha atribuido a San Nicolás de Mira, gran parte de la vida de otro Nicolás, llamado el Sionita, el cual fundó en el siglo vi el monasterio de Sión, cerca de Mira, y llegó a ser obispo de Pinara en Licia (hoy Minara). De suerte que no conocemos nada cierto sobre el santo taumaturgo. Su culto apareció en Occidente en el siglo IX y aumentó, sobre todo después de la traslación de sus reliquias a Bari en 1087.
¡Oh santo Pontífice Nicolás, cuán grande es tu gloria en la Iglesia de Dios! Confesaste a Jesucristo ante los Procónsules, y sufriste persecución por su Nombre; fuiste luego testigo de los prodigios que obró el Señor cuando dió la paz a su Iglesia; y poco después, abrías tu boca en el concilio de los trescientos dieciocho Padres, para confesar con autoridad incontestable, la divinidad de Nuestro Salvador Jesucristo, por el que habían derramado su sangre tantos miles de Mártires. Recibe los parabienes del pueblo cristiano que por doquier se alegran con tu dulce recuerdo; sénos propicio, en estos días en que esperamos la venida de Aquel a quien tú proclamaste Consubstancial al Padre. Dígnate ayudar nuestra fe y encender nuestro amor. Ahora contemplas cara a cara al Verbo por quien fueron hechas y restauradas todas las cosas; pídele que tenga a bien permitirnos que aunque indignos nos acerquemos a El. Sé nuestro mediador entre El y nosotros. Pues le diste a conocer a nuestra inteligencia como sumo y eterno Dios; revélale a nuestro corazón como supremo bienhechor de los hijos de Adán. En él aprendiste, ¡oh caritativo Pontífice! esa tierna compasión por todas las miserias, que hace que todos tus milagros sean otros tantos beneficios; continúa, pues, ayudando al pueblo cristiano, desde lo alto del cielo.
Reanima y aumenta la fe de los pueblos en el Salvador enviado por Dios. Cese, gracias a tus plegarias, de ser desconocido y olvidado ese Verbo divino, que rescató al mundo con su sangre. Pide para los Pastores de la Iglesia, el espíritu de caridad que en ti brilló en tan alto grado, ese espíritu que los hace imitadores de Jesucristo, y les gana el corazón de sus ovejas.
Acuérdate también ¡oh Santo Pontífice! de esa Iglesia de Oriente, que te guarda aún un afecto tan vivo. Tu poder en la tierra llegó a resucitar a los muertos; ruega para que la verdadera vida que está en la Fe y en la Unidad, venga a reanimar ese inmenso cadáver. Haz, que por tu mediación, el Sacrificio del Cordero que esperamos, pueda ser nuevamente y cuanto antes, ofrecido bajo la Cúpula de Santa Sofía. Vuelve a la unidad los Santuarios de Kiev y de Moscú, para que no haya ya ni Bárbaro, ni Escita, sino un solo Pastor.
Meditemos aún en el estado del mundo en los días que precedieron a la venida del Mesías. Todo parece indicar que se han cumplido ya las profecías que le anunciaban. No sólo ha sido arrebatado el cetro a Judá, sino que tocan ya a su fin las Semanas de Daniel. Sucesivamente se han ido verificando los demás oráculos, concernientes al porvenir del mundo. Uno tras otro han ido derrumbándose los Imperios de los Asirios, Medos, Persas y Griegos; el de los Romanos ha llegado a su apogeo: tiempo es ya de que ceda el puesto al Imperio eterno del Mesías. Toda esta serie de Imperios había sido ya predicha, y va a sonar la hora en que se dé el último toque. El Señor había dicho por uno de sus Profetas: “Un poco más de tiempo, y removeré el cielo y la tierra, y destruiré todas las naciones; después vendrá el Deseado de los pueblos.” (Ageo, II, 7.) Baja, pues, ¡oh Verbo eterno! Todo está consumado. Han llegado a su colmo las miserias del mundo; los pecados de la humanidad claman al cielo; el género humano está desquiciado y jadeante; sólo esperaran en Ti, a quien llama sin conocerte. Ven, pues; todas las profecías que debían señalar a los hombres las características del Redentor, han sido ya anunciadas y promulgadas. Ya no hay profetas en Israel; los oráculos de los Paganos se callan. Ven a dar realidad a todo, porque ya ha llegado la plenitud de los tiempos.
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