Capitulo XXIV Florecillas de San Francisco
San Francisco, a instancias de celo por la fe de Cristo y por el deseo de sufrir el martirio, se llevó con él un día a doce de sus hermanos más santos, y fueron más allá del mar con la intención de ir directos al sultán de Babilonia. Llegaron a una provincia que pertenecía a los sarracenos, en donde todas las entradas estaban protegidas por hombres crueles que cualquier cristiano que se atreviera pasar por ellos, difícilmente saldría vivo. Ahora bien, le agradó a Dios que San Francisco y sus compañeros no les tocarían la misma suerte, sin embargo sí fueron cautivados, y después de haber sido atados y maltratados, fueron conducidos ante el sultán. Entonces, San Francisco en frente de él, inspirado por el Espíritu Santo, predicó divinamente la fe de Cristo, y para comprobar la verdad de lo que había dicho, declaró que él mismo estaba dispuesto a entrar al fuego. Ahora, el sultán comenzó a sentir una gran devoción hacia él, tanto por la constancia de su fe, y por tener desprecio a las cosas de este mundo (porque San Francisco se había negado aceptar cualquiera de los regalos ofrecidos por el sultán), y también por su ardiente deseo de sufrir el martirio. A partir de ese momento [el sultán] lo escuchó de buena voluntad, y le pidió que regresare a menudo, dándoles a él [San Francisco] y a sus compañeros la libertad de predicar doquiera que quisieran; él también les dio una muestra de su protección, lo que los preservaba de toda molestia.
Al final, San Francisco, viendo que no podía hacer más bien en esas partes, fue avisado por Dios de regresar con sus hermanos a la tierra de los fieles. Habiendo reunido a sus compañeros, fueron juntos al sultán para despedirse de él. El sultán le dijo: “Hermano Francisco, en verdad estoy dispuestos a convertirme a la fe de Cristo, pero me temo que no lo haga ahora, porque si el pueblo lo supiera, van a matarme y a ti y a todos tus compañeros; y como aun podéis hacer todavía mucho bien, y yo tengo algunos asuntos de gran importancia por terminar, no quiero ahora la causa de tu muerte y de la mía. Pero enséñame cómo puedo ser salvado, y yo estoy dispuesto a hacer lo que has de ordenarme”. Por esto San Francisco le respondió: “Mi señor, voy a despedirme de ti, por el momento, pero después de que haya vuelto a mi país, cuando yo esté muerto y me vaya ido al cielo, por la gracia de Dios, yo le enviaré dos de mis hermanos, que le administraran el santo bautismo de Cristo, y será salvo, como el Señor Jesús me lo ha revelado, y por ende vos estaréis libre de todo obstáculo, de modo que, cuando la gracia de Dios llegare, os podáis encontrarse bien dispuesto a la fe y devoción”. El sultán prometió hacerlo así, cumpliendo con su palabra. Entonces, San Francisco volvió con su compañía de venerables y santos hermanos, y después de algunos años más se le termino su vida mortal, entregando su alma a Dios. El sultán, después de haber caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, y coloco guardias en todos las entradas, ordenándoles que si encontraran a dos hermanos en el hábito de San Francisco que fueran traídos de inmediato. Al mismo tiempo San Francisco se apareció a dos de sus hermanos, y les ordenó sin no se demoraran en ir al sultán y salvar su alma, según la promesa que le había hecho. Los dos partieron, y de haber cruzado el mar, fueron llevados al sultán por los guardias que habían sido enviados para su encuentro. El sultán, cuando los vio llegar, se alegró mucho, y exclamó: “Ahora sé de verdad que Dios ha enviado a sus siervos para salvar mi alma, según la promesa que me hizo San Francisco por revelación divina”. Después de haber recibido la fe de Cristo y el santo bautismo de dichos frailes, fue regenerado en el Señor Jesucristo, y habiendo muerto de su enfermedad, su alma fue salvada, por los méritos y oraciones de San Francisco.
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